lunes, 14 de septiembre de 2015

¿Qué pasó con Débora Arango?


En un país parroquial, conservador, pacato y en consecuencia sub-desarrollado desde el humanismo y de doble moral desde la condición ética, la mayoría no supo o no quiso saber quién fue Débora Arango, una mujer de comienzos del siglo XX, de dimensiones extraordinarias, con una cosmovisión vanguardista, de profundas y complejas reconditeces humanas, por ello incomprendida y juzgada por sus simples, llanos y elementales coterráneos.  

Aún hoy, muchos ignorantes no quieren saber de mujeres de este corte, de este perfil, de esta dimensión genial. No importa, ayer, hoy y siempre, han estado esos pocos seres privilegiados con la inteligencia y la suficiente sensibilidad, necesarias para captar y admirar la genialidad, como la de Débora que se ocupaba solamente de ser, lo que sigue siendo la cuestión.

Débora, siempre bella, siempre luminosa
Vedher Sánchez, estudioso de su vida y obra la describe como un ser humano adelantado en todos los órdenes, dijo de ella: “Fue la primera mujer en Medellín que usó pantalones, la primera que montó a caballo a horcajadas, la primera que manejo automóvil, la primera que no le tuvo miedo a los arzobispos, ni a los dictadores, ni a los presidentes, la primera que se atrevió a pintar más que florecitas y bodegones.”

Esta mujer invaluable, de mente abierta, de visión universal, nació en Medellín el 11 de noviembre de 1907, en plena hegemonía conservadora; considero a María Débora Elisa Arango Pérez, como un curita la bautizó, de haber llegado a una parroquia cerrada de entendederas, en donde campeaba y mandaba lo que se llamaba pomposamente “La Liga de la Decencia”, que aplicaba una moralina dañina, beata, pacata, dogmática y unos excluyentes prejuicios a todo aquel que no se comportara según sus dictados, para quienes reservaba la más caliente paila del infierno que sin saberlo, eran ellos mismos.
Algunas de las ilustres damas de la "Liga de la Decencia"

En ese mínimo ambiente intelectual y artístico creció Débora, la de las grandes soledades, la de la fragilidad física y la fortaleza del entendimiento, la sensible, la humanista, a la que el mundo real poblado por seres humanos le cabía en la cabeza, por lo que resolvieron equipararla a una pintora maldita, dejándola entrar sin darse cuenta (no lo hubieran hecho conscientemente estos machistas irredentos), a un mundo reservado para sus análogos masculinos, como Rimbaud, Van Gogh, Villon, Modigliani, triste época en la que lo genial y vanguardista estaba relegado a lo prohibido por la falsa decencia. Si aún son como son, como serían entonces, por esos lares la talla humanista como la de ella o la de Estanislao Zuleta o la de Fernando González, se sobredimensiona y no sin razón, por eso yo clasifico a los originarios de la Antioquia primigenia,  en paisas y antioqueños, estos son antioqueños, conozco a muchos antioqueños, pero los paisas hacen más ruido. Es justo aclarar que para la época todo el país era una parroquia santurrona que vivía de chismes en el marco de la plaza.


Débora demostró muy pronto su vocación de pintora, por lo que sus padres la pusieron bajo la dirección artística de un señor Eladio Vélez, pintor reconocido, que seguramente sabía algo de arte y podía guiar en sus primeros pinitos a una muchacha en ciernes de pintora genial, para la que quería bodegones, angelitos, florecitas, pero no aquellas obras trascendentes y profundas que ella misma describe así: “Mis temas son duros, acres, casi bárbaros; por eso desconciertan a las personas que quieren hacer de la vida y la naturaleza lo que en realidad no son”. Sobra decir que a Eladio Vélez la alumna se le salió de las manos y finalmente al igual que curas y monjas y las “damas” de la Liga de la Decencia, aunque con menos ferocidad, artista al fin, catalogaron a Débora de contribuir a la corrupción y degeneración del arte, ¿Qué hacia la pintora? Pintaba hermosos, maravillosos, magníficos desnudos, manejaba con pericia y belleza el cuerpo humano, especialmente el femenino y sabido es que para el pacato (ese si perverso y corrupto) el cuerpo es la condena eterna, quizá porque los perturba como a nadie, a los demás solo nos gusta o nos solaza, o ambas cosas; pintaba locos, prostitutas, hambre, violencia, es decir pintaba la realidad del entorno.

Hacia el año de 1940, el entonces Ministro de Educación, que respondía al sonoro e inolvidable nombre de Jorge Eliecer Gaitán (al fin apareció un hombre liberal, de mente abierta y de clara inteligencia), la invitó a exponer su trabajo en el foyer del Teatro Colón; tuvo excelentes críticas, el periódico El Liberal dijo de ella que era “una mujer encantadora, sencilla, inteligentemente femenina”, bastante para la época y para la patria boba que siempre hemos sido, pero no se salvó del salvaje Laureano Gómez, godo a rajatabla (muchos de los jóvenes de hoy no saben quién fue este siniestro personaje)  se fajó una alocución radial de cinco horas (el que mucho habla mucho yerra), para acusar al precioso negro Jorge Eliecer de promover la pornografía, por darle un espacio a una menuda, frágil y bella mujer para exponer su magistral obra; por eso estamos como estamos, es un retrato de la estulticia que ha caracterizado a esa feroz derecha indecente, que amaba “La Liga de La Decencia”, compuesta en su mayoría por las anorgásmicas y empingorotadas señoras de estos godos feroces. Por Dios, que falta de talento, de mundo, de inteligencia y de lo mismo sigue lloviendo.

Débora, como era apenas lógico, se cansó de este ambiente que le robaba el mínimo vital en todos los sentidos y se exilió en sí misma por cuarenta años, a veces en Casablanca la finca familiar de Envigado, a veces en Europa en donde conoció gente de su talla, en donde bailó, pintó, vivió, ejerció la condición humana y seguramente amó.   El historiador Jorge Orlando Melo describió la pueblerina miseria mental cuando escribió “La obra de Débora fue sometida durante casi cuarenta años a un proceso de invisibilidad sorprendente. Tan interesante como la pintura misma de Débora es ese sintomático y asombroso gesto de desconocimiento”.
 En 1983 semejante mujer nuestra, era una desconocida por virtud de la falsa virtud; envejeció entre su prolífica obra, hasta que inesperadamente en ese año, el gobernador Nicanor Restrepo, antioqueño integral, la llamó para decirle que le habían otorgado el premio “Secretaría de Educación a las Artes y a las Letras”, Débora lo recibió sabiendo que la larga exclusión había terminado, comenzaban otros tiempos que darían cumplimiento a la profética voz de una gitana que a mediados del siglo pasado en Madrid le dijo “Morirás llena de gloria”; así fue, los que saben de arte afirman que es, de lejos, la mejor pintora colombiana de todos los tiempos; para mí es una mujer integral, de esas que asustan por su visceral autonomía y su apasionado ejercicio de la libertad cueste lo que cueste; su obra me apasiona, conmueve mis sentidos, me emociona; mujeres como esta han sentado la pauta para que otras como ella no tengan que pagar tan duro precio por ejercer su condición femenina a pesar de los prejuicios de idiotas que aún son muchos.

Débora es el arquetipo de mujer empoderada de su dimensión personal que la hace imponerse como fin y no medio, sujeto de valoración moral y de respeto incondicional.